Por Daniel Filmus (artículo publicado en Página/12)
Imagen: Joaquín Salguero
La derrota electoral de Mauricio Macri en Argentina, el masivo levantamiento popular que enfrentó Lenin Moreno en Ecuador, las grandes movilizaciones que están sucediendo en Chile, la creciente pérdida de popularidad que afronta Jair Bolsonaro en Brasil, la crisis política que viven Paraguay y Perú, son algunos de los claros indicadores de que la restauración neoconservadora en América Latina no aportó ninguna solución a los problemas que enfrentan nuestros países y sus pueblos. Esta realidad pone en evidencia que los gobiernos de derecha que sucedieron a los proyectos nacionales, populares y progresistas de la región continuaron aplicando –sin ningún tipo de innovación- las tradicionales recetas con las que los sectores hegemónicos abordan las problemáticas del desarrollo en el continente. Es posible afirmar que han fallado los vaticinios de quienes plantearon que estábamos frente al surgimiento de una nueva derecha latinoamericana que, legitimada en las urnas, moderna y democrática, había aprendido del fracaso de sus experiencias anteriores.
Pero la reiteración de políticas que ya habían fracasado dos décadas antes no fue la única razón del acortamiento del ciclo neoconservador. Las nuevas administraciones encontraron muchas dificultades para desmontar los cambios producidos por los gobiernos progresistas a nivel de la estructura socioeconómica y de la ampliación de los derechos de los/las ciudadanos/as que habían alcanzado un alto nivel de legitimación social. En este sentido, jugó un papel importante el grado de conciencia de vastos sectores populares beneficiados por las políticas de la década anterior. Las enormes movilizaciones desplegadas por este colectivo fueron clave para resistir las políticas de ajuste. Tampoco en la batalla cultural resultaron exitosos los gobiernos de derecha. A pesar de contar con el apoyo de gran parte de los medios de comunicación y la Justicia, no lograron convencer por mucho tiempo a las grandes mayorías de la sociedad acerca de la culpabilidad de los gobiernos anteriores respecto de las profundas crisis que provocaron las políticas neoliberales.
Como bien plantea Álvaro García Linera, los procesos de transformación social nunca son lineales y tienen fases de avance y de reflujo. El retroceso de las fuerzas progresistas que habían llegado a los gobiernos junto con el siglo XXI parece haber durado menos de lo imaginado y todo hace suponer que estamos frente a una nueva “oleada” de recuperación de la iniciativa por parte de los movimientos y partidos nacionales y populares.
En este contexto, el desafío de no repetir recetas y proponer estrategias originales para abordar los problemas del crecimiento y la distribución de la riqueza en las nuevas condiciones regionales y globales, corresponde ahora a las fuerzas transformadoras. La plataforma a partir de la cual se deberá a comenzar a construir este nuevo programa es muy superior a la heredada de los procesos dictatoriales y de la aplicación del “Consenso de Washington” en las últimas décadas del siglo XX. Esto es así porque -como señalamos anteriormente- muchas de las transformaciones y derechos conquistados, aunque restringidos por los actuales gobiernos, siguen vigentes. También el nivel de conciencia y por lo tanto de capacidad de organización, movilización y demanda de los sectores mayoritarios está situado en un nivel superior.
A pesar de los fuertes condicionamientos económicos y sociales que dejarán como herencia los procesos neoliberales, el principal desafío de las nuevas coaliciones gobernantes es recuperar la senda que permita complementar un fuerte crecimiento económico con la distribución más justa de sus beneficios. Este fue el rasgo original y característico de los gobiernos progresistas de la región en la primera década del siglo pero, como bien apunta la CEPAL, comenzó a mostrar fuertes signos de agotamiento en el inicio del siguiente decenio. Retomar el rumbo del desarrollo con mayor igualdad implicará afrontar principalmente las asignaturas pendientes respecto de la transformación del modelo productivo. Es posible proponer que únicamente si somos capaces de avanzar en la construcción de un país y una región fuertemente industrializados, que sostenga su crecimiento en la capacidad de su gente de agregar valor a la producción a partir de la calidad del trabajo y la innovación científico-tecnológica, lograremos emprender un proceso de largo plazo de crecimiento sostenido y de mayor igualdad social. La dificultad para alcanzar este modelo de desarrollo ha sido el talón de Aquiles para los gobiernos populares en las últimas décadas, por ello es el principal reto para el tiempo que viene. Este proceso también exigirá mirar críticamente las estrategias de integración regional llevadas adelante en la anterior etapa y en particular profundizar la complementariedad económica de los países latinoamericanos.
No es arriesgado plantear que el único aspecto positivo que ha tenido este breve ciclo de neoliberalismo en algunos de los países de la región es la creciente madurez de las fuerzas populares en torno a la convicción de que es necesaria una poderosa coalición política y social para derrotar en las urnas al programa neoconservador y emprender con éxito un camino alternativo. De la fortaleza y continuidad de estas coaliciones democráticas y populares dependerá seguramente el fin de los procesos pendulares y la consolidación de proyectos regionales que tengan como objetivo principal la construcción de una América Latina con más desarrollo, soberanía y justicia social.