Por Osvaldo Bayer
La verdad siempre llega. Tarda, pero llega. Hoy voy a hacer uso de esta contratapa para hablar de una injusticia que sufrí en 1995. No acostumbro a traer temas personales, pero esto tiene que mucho ver con la libertad de expresión, y hago mención ahora a esto porque todo se inició en una contratapa mía del año 1995. Sí, en los tiempos de Menem.
Como siempre fui un seguidor de los escritos de Bolívar y de sus sueños, traté de cumplir con él trayendo aquel pensamiento amplio y generoso de lograr finalmente «los Estados Unidos de Latinoamérica». Es decir, eliminar las fronteras egoístas de países que tienen la misma lengua, la misma tradición, la misma religión y los mismos libertadores. Por eso, en ese año redacté una nota señalando que poco es lo que teníamos que aprender de Europa, pero en algo sí nos había ganado de mano. Cuando se estableció el Mercado Común Europeo, se impuso una sola moneda, el euro, y se levantaron impedimentos fronterizos. Y recordé en esa nota que todo comenzó con un experimento: hacer la prueba primero en tres países, eliminando entre ellos sus fronteras comerciales y burocráticas: el Benelux. La unión entre Bélgica, Luxemburgo y Holanda. Esta experiencia se llevó a cabo durante una década y tuvo un éxito total para estos tres países. Entonces escribí que para aplicar sólo lo poco bueno que nos enseña Europa, practicáramos lo mismo, como primer paso para cumplir con el sueño bolivariano: eliminar las fronteras aduaneras entre la Patagonia argentina y la chilena, y dejáramos que ese complejo comerciara libremente y esas poblaciones comenzaran a tratarse sin la vigilante e irracional custodia de carabineros y gendarmes con largavistas y armas largas. Y que durante diez años midiéramos los resultados. Si los europeos lo habían logrado con países de distinto idioma y hasta de distintas religiones, ¿cómo no lo íbamos a lograr dos países que a la vez tuvieron los mismos libertadores? Recordemos aquel legendario Paso de los Andes, de esos valientes desprovistos de todo egoísmo de fronteras.
Era sólo una idea, un adelanto para que nuestros políticos lo pensaran y lo propusieran a sus colegas vecinos. ¡Para qué! La reacción de los políticos argentinos fue totalmente lo contrario de lo que me esperaba. De inmediato, esa misma semana, el senador peronista Ludueña, por Santa Cruz, presentaba un airado proyecto para que el Senado de la Nación me calificara «traidor a la Patria». Salió en todos los diarios del país. Cuando lo leí, pensé: menos mal que ya no hay pena de muerte porque, si no, me fusilaban en la Plaza de Mayo como a Santos Pérez y colgaban mi cadáver frente al Cabildo durante 24 horas. El que tomó de inmediato este pedido fue el senador nacional Eduardo Menem (nada menos), e hizo una airada arenga para defender a la Patria de espíritus traidores. Hasta que por ahí alguien más jesuita propuso que en vez de «traidor a la Patria» se me endilgara el apóstrofe de «persona no grata» al Senado de la Nación. El alto cuerpo perdió una hora y media en discutir si este humilde periodista era un «traidor a la Patria» o una «persona no grata». Hasta que, por último, en la votación, la casi totalidad de los senadores de la Nación votaron lo de «persona no grata». Menos dos. El senador radical Hipólito Solari Yrigoyen