Antes que nada creo que hay que celebrar un fenómeno inédito que es que el debate por la historia argentina ha tomado estado público; que nos involucremos acaloradamente en discutir las cuestiones que hacen a nuestro pasado y, por lo tanto, a nuestra identidad y a nuestro futuro. Que la reflexión por la historia y sus distintas versiones y perspectivas haya llegado a las portadas de los diarios, a las redes sociales y a la televisión es otra dimensión de la pasión con que resucitó la política, y de la participación y el compromiso ciudadano que venimos percibiendo los últimos años.
Promover la discusión del pasado es lo que se hizo cuando se creó el Instituto de Revisionismo Histórico Manuel Dorrego y creo que independientemente de la vertiente historiográfica a la que uno adhiera esa creación también es para celebrar, ya que se trata de un ámbito nuevo que aportará a la pluralidad de ideas y al ensanchamiento de las condiciones de debate. Se trata de sumar nuevas voces para la construcción de un discurso historiográfico más plural. Es para celebrar que tengamos un Estado preocupado por ampliar el debate y un colectivo social dispuesto a darlo. Es para celebrar, en definitiva, porque la historia que compartimos es la que nos otorga identidad como pueblo, y con esa identidad construiremos un futuro común.
No es el primer instituto histórico impulsado por el Estado Nacional; existen el belgraniano, el sanmartiniano y otros dependientes de la Secretaría de Cultura de la Nación; ninguno de ellos disparó la virulenta reacción que esta medida provocó en algunos circuitos académicos y profesionales.
La reacción de alarma llama mucho la atención porque ese Estado del que se sospecha promotor del “pensamiento único” es justamente el Estado que aumentó significativamente los salarios de becarios, docentes e investigadores universitarios como no se hacía desde muchas décadas atrás, el que defendió el pluralismo comunicacional con la Ley de Medios, el que más ha hecho por la ampliación de derechos, el que abrió universidades y jerarquizó su sistema científico tecnológico. El que colocó a la educación y a la ciencia como pilares de un modelo de crecimiento.
¿Quiénes y por qué, entonces, se pueden oponer al debate plural y la reflexión colectiva? ¿Quiénes pueden preconizar, a partir de la apertura de una instancia más de producción y circulación de saber, la imposición de un “pensamiento único” o la obligatoriedad de determinados textos escolares? ¿Acaso se escucharon cuestionamientos a la creación del Instituto Belgraniano, por decreto del ex presidente Carlos Menem, en 1992, o alguien criticó la del Instituto Sanmartiniano por decreto de 1944?
¿Será que algunos, paradójicamente los que dicen que no quieren un discurso único, son los que quieren que el suyo sea el discurso único? ¿Será que no están dispuestos a perder la hegemonía que les permite construir una determinada visión de la historia, a la que no desean poner en cuestión?
En lugar de pretender restringir el debate a las voces consagradas, se debería aplaudir que el gobierno nacional impulse la investigación historiográfica, y dar la bienvenida a la posibilidad de construir puentes y diálogos con actores nuevos. Deberíamos preocuparnos si se cerrara un instituto de investigaciones, no si se abre uno. La creación de un instituto más es, en principio, un aporte a la diversidad y otra iniciativa del Estado por ampliar el espectro de voces. Oponerse a este instituto es estar a favor de clausurar el debate, de restringirlo; la falta de pluralismo no está en este gobierno sino entre los que quieren cercenar la posibilidad de que se integren nuevos actores al debate y se tiendan puentes de diálogo entre los historiadores de distintas corrientes.
Fuente: Tiempo Argentino, 11 de diciembre 2011