Nota de opinión publicada en Infobae.
Por Daniel Filmus *
Encontrar un momento tan crítico como el actual para el sistema educativo, la universidad y la ciencia y la tecnología exige remontarnos a aquellos 15 días en los cuales Ricardo López Murphy ejerció como ministro de Economía del presidente Fernando de la Rúa. Las políticas de ajuste que se intentaron llevar adelante en ese momento incluyeron un enorme recorte en los presupuestos de educación y salud.
Todos conocemos el final de aquel episodio. La enorme movilización de la comunidad educativa que resistió el ajuste produjo la digna renuncia del ministro de Educación, Hugo Juri, en desacuerdo con la medida, y la posterior salida del cargo del propio López Murphy. Pocos meses después, era De la Rúa quien dejaba la Presidencia en un contexto de crisis económica, social y política sin precedentes.
La situación de hoy es tan grave como la de aquel momento. Producto del incumplimiento de la ley de financiamiento educativo, no se ha convocado a la paritaria nacional docente por segundo año consecutivo. Ello ha llevado a que más de la mitad de las jurisdicciones en el país soporten conflictos que provocaron una cantidad inédita de días de clase perdidos.
El ofrecimiento de poco más del 15% de aumento salarial, frente a una inflación que nadie se atreve a pronosticar por debajo del 35%, muestra que se pretende convertir a los docentes en las principales víctimas del ajuste. Por otra parte, el desmantelamiento del Fondo de Compensación Salarial, que apoya a las provincias más pobres, profundiza la desigualdad educativa. La desatención de la infraestructura escolar, que dramáticamente se ha cobrado dos vidas de trabajadores de la educación, ha obligado a suspender las clases en cientos de escuelas.
Al mismo tiempo, la suspensión de los programas nacionales de distribución de netbooks y libros, y el deterioro de otros no menos importantes, como los de formación docente, educación sexual integral, lectura, orquestas infantiles, terminalidad de la escuela secundaria y formación técnico–profesional, agudizan el ataque a la escuela pública. En algunas jurisdicciones, como en la CABA, estas medidas se complementan con el intento de cerrar los 29 profesorados que forman a los docentes.
La situación se agrava aún más si tomamos en cuenta que el presupuesto 2018 fue votado con una previsión de inflación del 10%, mientras que el aumento de las tarifas de los servicios públicos supera ampliamente esos valores. La paralización de la totalidad de las obras de infraestructura universitaria añade una preocupación adicional a la grave situación edilicia.
También en el ámbito de la ciencia y la tecnología la crisis es muy severa. Al ajuste en salarios e ingresos de investigadores, que ha sido denunciado por prácticamente la totalidad de los directores de centros del Conicet, se suma la imposibilidad de adquirir insumos vitales para la investigación que, en su mayoría, son importados y cuyo costo fue calculado con un dólar a 19 pesos.
Pero otras instituciones dedicadas a la ciencia y la tecnología, como el INTI, el INTA, la CONEA y el INVAP, enfrentan situaciones de ajuste, baja de proyectos y despidos. La repatriación de científicos y técnicos que se produjo a partir de la implementación del Programa Raíces ha dejado lugar a un proceso de sentido inverso, que empuja al exilio a muchos de nuestros mejores científicos.
Frente a una situación tan compleja es necesario preguntar por qué el Gobierno mira a la educación únicamente como una variable de ajuste. En nuestra opinión, quienes toman decisiones en el oficialismo están convencidos de que el modelo de país que pretenden llevar adelante puede prescindir de un sistema educativo de alta calidad para todos, y de una ciencia y tecnología que garantice un progreso autónomo. Este esquema, implementado a partir de diciembre del 2015, contempla un crecimiento de la productividad que la Cepal define como «espuria», basada en un modelo primario que avanza en el deterioro de las condiciones de trabajo y de los recursos naturales. La alternativa es apostar a una competitividad «genuina», sólidamente afirmada en la capacidad de trabajo cualificado de nuestra gente, y en un desarrollo científico y tecnológico de avanzada aplicado a la producción.
Es un grave error plantear, como se ha hecho desde el oficialismo, que la educación se debe adaptar al mercado. En un país donde el mercado se achica y tiende cada vez más a ser desigual y excluyente, una educación pensada desde este modelo también tiende a ser cada vez más desigual y excluyente. Así, Argentina resuelve sus necesidades con una pequeña minoría altamente ilustrada y una amplia mayoría poco calificada. Desde la perspectiva del Gobierno, ¿para qué educar a quienes no accederán a trabajos de calidad?
Es necesario, imprescindible, que el Gobierno atienda el reclamo que estos días está manifestando la comunidad educativa, universitaria y científica. Reclamo sostenido, principalmente, en la demanda de maestros, profesores e investigadores de llegar a fin de mes y de que no se cierren ni se desfinancien escuelas, universidades y centros de investigación. Pero estas voces de resistencia y defensa de la educación pública también representan a la gran mayoría de los argentinos —los mismos que en 2001 le dijeron que no al ajuste de López Murphy—, que quieren un país que promueva la movilidad social ascendente, un país productivo, que crezca y distribuya con justicia los beneficios de ese crecimiento a partir de lo mejor que tiene: la capacidad de trabajo, de producción y de creación de conocimiento de su gente. Capacidad que se forja diariamente en nuestras escuelas, universidades e institutos de investigación.
* El autor es diputado nacional (bloque FPV-PJ). Ex ministro de Educación (2003-2007).